La Oración

La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. «Yo lo miro y él me mira», decía, en tiempos de su santo cura, un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a Él es renuncia a “mí”. Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios de la vida de Cristo. Aprende así el «conocimiento interno del Señor» para más amarlo y seguirlo (Cf San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales 104). La contemplación es escucha de la palabra de Dios. Lejos de ser pasiva, esta escucha es la obediencia de la fe, acogida incondicional de siervo y adhesión amorosa del hijo. Participa en el “sí” del Hijo hecho siervo y en el «fiat» de su humilde esclava. La contemplación es silencio, este «símbolo del mundo venidero» (San Isaac de Nínive, Tractatus Mystici 66) o «amor silencioso» (San Juan de la Cruz). Las palabras en la oración contemplativa no son discursos, sino ramillas que alimentan el fuego del amor. En este silencio, insoportable para el hombre «exterior», el Padre nos da a conocer a su Verbo encar-nado, sufriente, muerto y resucitado, y el Espíritu filial nos hace partícipes de la oración de Jesús (Catecismo de la Iglesia Católica 2715 – 2717).