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En la escuela de SantaTeresita: María, la primera en camino Teresa consideró siempre a la SantísimaVirgen María, no sólo como su Madre celestial, sino también como modelo de fe y de consagración a Dios, modelo del corazón que escucha a este Dios que viene a Ella en la noche de la fe y lo acoge con toda la fuerza de su inteligencia y de su voluntad, con toda la capacidad de su alma. Ella es nuestra respuesta al don que Dios nos hace de sí mismo. La mejor definición de esta virtud teologal me parece que es la que se encuentra en la Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II, donde se nos dice: «Cuando Dios revela hay que prestarle “la obediencia de la fe”» (Rm 6, 26; cf. Rm , 5; 2 Co 0, 5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios con el homenaje del entendimiento y de la voluntad“, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda, a los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da “a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad”» (DV, n. 5). Magnífica definición que conjuga el asentimiento voluntario del hombre con el don de Dios, revelado por su gracia preveniente, obra de su Espíritu Santo. María es el modelo ineludible de la acogida de Dios en la fe. En su escuela descubrimos que nuestra vida de fe es ante todo una respuesta por nuestra parte, un consentimiento a la gracia, una receptividad fecunda a la acción del Espíritu en nosotros, receptividad de la que depende la profundidad del sacerdocio que es común a los Cristianos desde su bautismo. reina y hermosura del carmelo, pero más aún Madre y Maestra de la vida espiritual, la Virgen María nos enseña a vivir como Ella en la acogida del Espíritu, don que Dios nos hace de sí mismo, y a responder ofreciendo libremente nuestra vida en alabanza de la gloria del Padre para la salvación del mundo. En efecto, «el amor de Dios -es decir, el amor de Dios por nosotros- ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5,5). El amor que sentimos por Dios sólo puede ser en contrapartida del amor que Él nos tiene. Es un amor gratuito que no depende de nuestros méritos previos, sino que se sustenta únicamente en la misericordia de un Dios fiel a sí mismo. Dios no nos ama porque seamos amables, ¡somos amables porque Él nos ama! así pues, Dios nos ama por sí mismo, porque ése es el gran mensaje de Santa Teresita y también la Buena noticia que anuncia el Evangelio. La Virgen María, como un espejo de aumento de nuestra vida espiritual, ofrece un ejemplo sublime de lo que la gracia puede hacer en una criatura humana, hasta el punto de que un escritor pudo decir que «María representaba a la criatura» (Gertrude Von Le Fort, La Femme éternelle, Foi Vivante, Cerf, p. 45). ¿Qué quiere decir esto? La Virgen María fue la primera en experimentar la iniciativa del amor divino, y con tal intensidad y receptividad que no sólo responde y completa la «vocación mariana de la mujer» (ibid.), sino que da a todos los Cristianos el poder de imitarla, ya que es ante todo una obra divina y una disposición del corazón. Por estar plenamente llena de la gracia divina -Kékaritoméné, en griego- María puede cantar su agradecimiento al Señor que cuidó de ella. Por ser la más deudora de Dios que cualquier otra criatura humana, y por permanecer en profunda humildad, María está siempre en acción de gracias por las maravillas que el Dios de Israel ha realizado en ella. 2Ella es la Inmaculada Concepción porque fue preservada -por una gracia insigne de Dios en vista de la Encarnación del Verbo- de la mancha del pecado original y de todo pecado personal. Dios «se lo entregó todo por adelantado », según las palabras de SantaTeresita en su Manuscrito: «Reconozco que sin Él (el Señor), habría podido caer tan bajo como Santa Magdalena, y las profundas palabras de Nuestro Señor a Simón resuenan con gran dulzura en mi alma… Lo sé muy bien: “Al que poco se le perdona, poco ama” (Lc 7, 47). Pero sé también que a mí, Jesús me ha perdonado más que a Santa Magdalena, pues me ha perdonado por adelantado, impidiéndome caer». Y así Teresita se compara con un niño al que su Padre, un médico, habría salvado de una caída, apresurándose en quitar una piedra del camino en lugar de tener que curarle las heridas después de la caída: «Ciertamente que el hijo, objeto de la ternura previsora de su padre, si DESCONOCE la desgracia de que su padre lo ha librado, no le manifestará su gratitud y le amará menos que si lo hubiese curado… Pero si llega a conocer el peligro del que acaba de librarse, ¿no le amará todavía más? Pues bien, yo soy ese hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado su Verbo a rescatar los justos sino a los pecadores» (Ms A 38 v°). Todo el genio espiritual de Santa Teresita estalla en estas pocas líneas en forma de parábola: Todos somos, de modos diferentes, hijos de la Misericordia del Padre celestial. Teresa sabía que había sido redimida por la Sangre de Cristo Redentor, tanto como María Magdalena y los más grandes pecadores; sabía que no eran sus propias fuerzas las que la habían preservado de todo pecado grave, sino sólo el Amor de un Dios-Padre que se complace en mostrar misericordia a sus hijos de la tierra. La Virgen María no es una excepción a esta misericordia gratuita: «Es por pura Misericordia que la Virgen es concebida inmaculada, y que recibe esta primera gracia incomparable», declaró el Padre Marie-Eugène (Carmelo, 979/ , Marie, Mère des pauvres, p. 47). El Padre celestial no sólo le perdonó de antemano los pecados graves que hubiera podido cometer, sino que le perdonó de antemano TODO, ya que fue creada sin mancha de pecado original, siendo Ella, la Inmaculada Concepción. María es, por tanto, más que ninguna otra criatura, aquella que vive en profunda humildad en amorosa dependencia del Padre, de quien recibe cada día su vida sobrenatural de gracia. Lo que Dios espera de nosotros, lo que en cierto modo le falta, es que le ofrezcamos nuestra pequeña nada para que pueda aliviar su necesidad de darse, de derramarse, para que pueda «dejar desbordar en nosotros los torrentes de infinita ternura que están encerrados en Él», en palabras de la propia Teresita (Acto de Ofrenda al Amor Misericordioso). La Virgen María nos enseña, como a su hermanita Teresa, que la vida cristiana y la santidad no consisten en acumular puntos o hacer cosas. Se trata de abrir todo nuestro ser, de un consentimiento profundo a la obra de la gracia en nosotros; se trata de ofrecernos tal como somos a las operaciones del Amor misericordioso. no se trata de ser amados, sino de dejar que Dios nos ame, de dejarnos amar por su amor desbordante y misericordioso, que no quiere tanto que nos examinemos, sino que nos entreguemos por entero a su misericordia para ser renovados y elevados por ella. Lo que Dios espera de nosotros es que consintamos con todo nuestro ser -con un corazón totalmente pobre de sí mismo y confiado hasta la audacia en su bondad de Padre- en el nuevo nacimiento en el Espíritu Santo, que consintamos en dejarnos quemar por este fuego de amor «que transforma todas las cosas en sí mismo», que consintamos con fe en ofrecernos al Amor Misericordioso 3hasta la comunión en la cruz de Jesús. Al decir «sí» al nacimiento del Verbo en su interior, María puso todo su ser, cuerpo y alma, a disposición de su Dios. El don de la fe implica el don de sí mismo… hasta la muerte, y una muerte de cruz. María es imitable en su actitud de fe. Es un modelo de fe y de entrega. Porque dijo sí en obediencia filial de corazón, María experimentó la plenitud de la comunión con la voluntad y la presencia divinas. Y María se convirtió en la Madre de la Iglesia. En otras palabras, María es una ayuda indispensable para que cada uno de nosotros pueda acoger la vida divina y hacerla fructificar. Especialmente cooperando con Cristo en la salvación de nuestros hermanos y hermanas. Como María, por la fe y en la comunión de los Santos, los Cristianos dan a luz nuevos miembros de Cristo. San Pablo era consciente de ello cuando escribía a los Gálatas: « Hijos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo se forme en vosotros. » (Ga 4, 9). «La Santísima Virgen, nos la presentan inaccesible; habría que presentarla imitable», declaraba Santa Teresa del Niño Jesús en sus Últimas conversaciones. En efecto, la Santísima Virgen no puede reducirse a una mera imagen lejana e inancalzable; sino todo lo contrario, contemplar a María e imitarla es responder a nuestra vocación bautismal en su búsqueda de unión con Cristo y de fecundidad espiritual para la salvación de los hombres. También el Concilio Vaticano II nos invita a contemplar e imitar a Aquella que « fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres.» (Lumen gentium, n. 65). Por tanto, no tengamos miedo, como San José, su esposo, de acoger a María en nuestra casa (Mt , 20). Ella es la garantía segura de la autenticidad de nuestra vida espiritual cristiana. Como comprendió claramente Santa Teresita, es una gracia mayor tenerla como Madre que venerarla como la Inmaculada: «Lo que la Santísima Virgen tiene sobre nosotros es que ella no podía pecar y que estaba exenta del pecado original. Pero por otra parte, tuvo menos suerte que nosotros, porque ella no tuvo una Santísima Virgen a quien amar, ¡y eso es una dulzura más para nosotros y una dulzura menos para ella! (Cuaderno amarillo, 2 de agosto de 897).

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