Maximino Sáez Martínez nació en Burgos (España) el 16 de diciembre de 1916. En 1935 ingresa en la Orden de Carmelitas Descalzos como religioso hermano, tomando el hábito religioso el 20 de noviembre de ese año con el nombre de Maximino de la Virgen del Carmen.
Siendo novicio se le envía a Reinosa y allí le sorprendió la Guerra Civil Española. A pesar de lo difícil de las circunstan-cias la comunidad sigue su vida carmelitana con gran ejemplo de la población. No obstante un pequeño grupo de gente poco afecta a la Iglesia trabajó por echarlos de la capilla de San Roque con el pretexto de que era Patronato del Ayuntamiento. Tras una entrevista del Superior con el Alcalde se pudo evitar.
El año 1936 se fue perdiendo la paz y seguridad para los religiosos y sacerdotes. Hacia mediados de agosto vieron los Carmelitas Descalzos que su vida corría peligro, procuraron ponerse a salvo; dos Padres decidieron ir rumbo a Santander el 23 de agosto y el 25 se fueron para Bilbao a fin de pasar de aquí a Francia; otro estaba predicando en Osorno; el Hno. Maximino de la Virgen del Carmen, llegado a primeros de julio a Reinosa y joven de 20 años, se hospedó en casa de «Las Quiterias», donde sus propietarios le habían ofrecido hospedaje; todos los religiosos vivieron momentos de mucha zozobra. Por miedo, la familia que acogió a Maximino le pidió que abandonara la casa y nuestro hermano estuvo sin rumbo fijo hasta que fue apresado y llevado a Santander con muchos otros religiosos.
Cayó en manos de los milicianos, que le llevaron al Colegio de San José, de los HH. Menesianos, convertido en cárcel. Más tarde le trasladaron al barco Alfonso Pérez, en Santander, que estaba destinado a prisión de religiosos… “Las cifras espeluznantes de fusilados que obraban ya en la hoja de servicios del Frente Popular santanderino a finales de 1936 no restaron alientos a los milicianos más bizarros para matar en un rato a 160 presos, pasados dos días de la fiesta de Navidad de 1936.
“Abundaron los contrasentidos en aquella semana memorable, que vio alternarse sucesivamente la alegría de las visitas familiares y los regalos navideños a bordo del “Alfonso Pérez” con la sangre, inesperada y violenta, derramada brutalmente cuarenta y ocho horas después. La ocasión volvió a ofrecerla un bombardeo nacional a cargo de 18 trimotores, que sembraron el terror y la indignación en las ya crispadas masas rojas de Santander. Eran poco más de las doce del día 27 de diciembre…
“La masa de asalto pudo reclutarse con facilidad al grito proferido por barrios y plazas de “¡Al barco! ¡Al barco! ¡A por los presos!” Cada cual a su modo, todos iban armados: fusiles, pistolas, escopetas, cuchillos de cocina e instrumentos agresivos de toda índole. Algún profesional de la guerra debía figurar en la anárquica expedición, puesto que entre las municiones prestaron buen servicio las bombas de mano. Situados los más audaces sobre cubierta, se asomaron a las escotillas y ordenaron airadamente a los presos que se colocaran en filas compactas sobre el centro de la bodega.
“-¡Salid al centro de la bodega, que nada os pasará! ¡Salid, canallas, perros! -repetían ya descaradamente las voces de los asaltantes-. Si no lo hacéis, será peor, porque bajaremos y no quedará uno vivo.
Nadie hacía caso y comenzaron a hablar las armas asesinas… Habían empezado también las bombas de mano. El efecto de las explosiones sobre la chapa era extraordinariamente mortífero. Empezaban los primeros ayes lastimeros y las ametralladoras de nuestros verdugos seguían segando vidas…
“Llevaban listas preparadas y hasta montaron un tribunal de urgencia, que redujo su actuación a preguntar a los presos nombre y procedencia para dictar seguidamente sentencia fulminante, basada, cuando más, en el apellido ilustre, la filiación derechista o el carácter eclesiástico.
Luego de varios titubeos decidieron jueces y fusileros diezmar ordenadamente las bodegas desde la primera a la cuarta. Bajaban primero lista en mano el recinto de los presos y obligaban a los designados a subir a cubierta. Ya aquí, y a veces en la misma escalera de la escotilla, disparaban a quemarropa sobre ellos y volvían por otra tanda. Si estas primeras ejecuciones respondieron a un plan selectivo, ciñéndose a los marcados en la lista, lo que luego se siguió fue una auténtica embriaguez de sangre a costa de los indefensos reclusos de las bodegas, señalados a bulto y sin cuidar apariencias.
“Resulta casi imposible señalar con precisión los nombres correspondientes a la primera matanza en las bodegas y los que luego sucumbieron a las descargas sobre cubierta. En la lista nominal de 160 víctimas publicada por Mazorras (Cincuenta y siete semanas de angustia. Trozos de las memorias de un caballero de España –Santander 1937-) hemos podido identificar a diez miembros del clero secular y a un seminarista, un capuchino,un escolapio y un carmelita: Fr. Maximino de la Virgen del Carmen (Maximino Sáez Martínez).
“Ya muy entrada la noche, los cuerpos fueron arrojados por una rampa a una lancha, después que les despojaron de cuanto llevaban de algún valor, y luego cargados en camionetas, operación que llevaron a cabo unos veinte presos, quienes asimismo, por voluntad de los milicianos, les acompañaron en las camionetas y abrieron la fosa, una fosa grande en el cementerio de Ciriego, donde fueron depositados los 160 hermanos de un mismo ideal.(Mazorras Septién)”.
Así murió mártir dicho Hno. Maximino, el 27 de diciembre de 1936 a los 20 años de edad.
Sus restos, con los de los otros mártires, fueron trasladados a la cripta de la catedral de Santander